El próximo
día 22 de febrero es Miércoles de Ceniza
El próximo día 22, Miércoles de
Ceniza, dará comienzo la Cuaresma, tiempo de postrarse silenciosos y
sobrecogidos ante el misterio de la muerte; pero también un camino hacia la
Pascua. A punto de emprender la travesía cuaresmal, estas páginas nos invitan a
entonar el Salmo 22, con sus gritos de muerte y de gloria.
Y lo hacemos con el salmista, con
Jesús y con cuantos, a modo de oración, hallan en sus palabras desahogo y
esperanza. “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?”, clamó el propio
Jesús en la cruz, haciendo suyo así el salmo de nuestra meditación, que, desde
entonces, será para siempre el de todo mortal.
¿Cuáles fueron las últimas palabras
de Jesús en esta tierra, mientras pendía de la cruz? La respuesta es distinta
según nos fijemos en un evangelio o en otro. Llegada la hora de la muerte,
Jesús dijo: “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?”; es decir,
pronunció las primeras palabras del Sal 22, 2.
Es la información que encontramos en
Mateo (27, 46) y en Marcos (15, 34). Según san Lucas, Jesús clamó con voz
potente y dijo: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23, 46; cf. Sal
31, 6). Según san Juan, las postreras palabras de Jesús fueron: “Está cumplido”
(Jn 19, 30). Esta divergencia nos permite la conclusión siguiente: nunca
sabremos qué dijo Jesús antes de morir.
Es posible que tan solo diera un
fuerte grito (cf. Mt 27, 50; Mc 15, 37; 23, 46), o que dijera: “Tú eres mi
Dios”. Si dijo esto, se explicaría que algunos de los presentes entendieran que
el crucificado estaba llamando a Elías (Mc 15, 35). Fonéticamente, es escasa la
diferencia entre “Tú eres mi Dios” (Elî attha) y “Elías, ven” (‘eliya tha). El
dato histórico, sin embargo, es poco interesante. Lo importante es constatar
que tanto Mateo como Marcos recurren al Sal 22 para explicar el mensaje de la
cruz. Se escuchan en este salmo gritos de muerte y de gloria.
En el salmo ora el hombre prototipo
de todo hombre: el hombre que vive su muerte muy de cerca y muy de veras. Le ha
plantado cara a la muerte. El careo ha engendrado abandonos y tenues
esperanzas, recordatorios del pasado y lúgubres descripciones del presente,
imperativos y deseos, débiles deseos que se asoman al futuro. Después llegaron
otros hombres con el mismo peso mortal que el salmista. Se adentraron en la
primera composición (vv. 2-22) y añadieron nuevas perspectivas: la comunitaria
(vv. 23-27) y la universal (vv. 28-32).
En lo sucesivo ya no es el salmo de
un único mortal, sino de todos los mortales; no es el abandono de un moribundo,
sino de todos los moribundos. Pero, a la vez, en el amplio horizonte, ha ido
creciendo la esperanza cierta de la vida.
¿Será un espejismo de este tedioso
trashumante que es el hombre? Mira la cruz de Cristo, mira la muerte de quien
se hizo obediente hasta la muerte –y muerte de cruz–, y verás que no hay
engaño. Así como en los ojos de Jesús, apagados a la luz de este mundo, lució
el Sol de la vida, cuando nuestros ojos se entornen al borde de la tumba, ¿no
se abrirán allende la muerte, en la ancha y espaciosa Vida, en la Vida de
nuestra vida?
Nos disponemos a celebrar la
Cuaresma. Es tiempo de postrarse silenciosos, sobrecogidos, ante el misterio de
la muerte. La carne de Jesús, que clama herida de muerte, es hermana de mi
carne. El sufrimiento mortal, el abandono, el triunfo de los enemigos, la
cercanía de la muerte, el desgarro de la carne y la muerte misma, todo esto lo
vivió el Hijo del hombre por ser hijo del hombre.
Jesús está estrechamente unido a
nosotros por la carne y por el sepulcro. La muerte lo acorraló, como perro a su
presa. En su carne se desgranaron gritos con lágrimas, dirigidos a quien podrá
salvarle de la muerte (Heb 5, 8).
Fue su grito una pregunta y su dolor
sumo el abandono. “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?”, gritó
Jesús. Hizo suyo el salmo de nuestra meditación, que será para siempre el poema
de todo hombre que se muere.
La Cuaresma es tan solo un camino
hacia la Pascua. Mientras vamos de camino, entonamos el Sal 22, con sus gritos
de muerte y de gloria. Es nuestro salmo, por ser el salmo de todo mortal. En el
Sal 22 nos encaramos con la muerte. En la muerte vivimos el desgarro de la
carne, mientras nos agarramos a Dios. Lo hacemos con el salmista. Lo hacemos
con Jesús y con cuantos en este salmo hallen desahogo y esperanza.
Mensaje completo del Papa Benedicto
XVI para esta Cuaresma en este enlace:
http://www.vatican.va/holy_father/benedict_xvi/messages/lent/documents/hf_ben-xvi_mes_20111103_lent-2012_sp